Antonio Romero. Pintor de corte


Juan José Santos, #crítico #curador

La serie “Navarone” de Antonio Romero se enfrenta al anonimato a través de un dilema. Una orla de cabezas cubiertas por navarones -pasamontañas-, personajes que se protegen, pero a la vez, amenazan. El disfraz del guerrillero, del espía, del ladrón y del verdugo. Élmer Menjívar escribió que lo que se plantea aquí es un ingenioso juego absurdo: “el retrato sin rostro”. Una nueva tipología artística que se relaciona con internet su proyecto de liquidez (de liquidación) identitaria. Exponemos nuestros pensamientos y nuestros sentimientos mientras se evapora nuestro yo. Nos mostramos para ocultarnos.

La obra que mejor sintetiza el ímpetu de esta serie es la escena de interior en la que un personaje vestido de negro, ataviado con el navarone, observa el exterior por la ventana de su cuarto. Como uno de esos solitarios de habitación de hotel de los cuadros de Edward Hopper, o en las fotografías de Gregory Crewdson, o como símbolo de la Aldea Global, esa red virtual que ha devenido en una oda a la soledad entre la multitud. Este personaje de negro mira algo o a alguien. Una intriga paralela a la trama de “Rear Window” (1954, Hitchcock), solo que en lugar de estar divisando un crimen en el Greenwich Village de Manhattan, el afuera es la ciudad de San Salvador. El ciudadano que es testigo de la violencia y se debate qué hacer. En “Navarone” no se resuelve el misterio, no hay más fotogramas. Sin embargo un elemento le delata: Nuestro L.B. Jeff Jefferies (el papel interpretado por James Stewart) no es inocente. Oculta su rostro. El peligro está en casa. La denuncia al no-denunciante, el reproche ante una sociedad permisiva -incluso cómplice- con la impunidad.

El estudio psicológico del retratado se logra únicamente a través de la mirada. Modificaciones en el contorno de los ojos que nos permiten atisbar sufrimiento, insolencia, o temor. Los retratados, los que ven sin que los vean, conforman la corte que plasma Antonio Romero a lo Velázquez; la de la cúpula política. Un rey tropical, una especie de Ubú Rey cuya corona minúscula le ridiculiza. Más aún cuando muta en conejo, en unicornio, o cuando su tocado es un cono de tráfico. ¿De qué mejor forma inmortalizar a la tropa que dirige insolentemente este territorio sino a través del sarcasmo y del absurdo? En su obra “Reunión de generales” los cortesanos están basados en la espectacularización y cinismo del poder, reuniones televisadas de “Ubú Rey” con sus ministros, esos cónclaves publicitados en los que el rey tropical ordena la perpetuación de su autoritarismo mesiánico.

Los “Retratos del Twitter”, junto con “Navarone”, componen la obra de un pintor de corte. Usando como inspiración las publicaciones compartidas en Twitter de personas detenidas por las autoridades, quienes muestran los rostros de los supuestos delincuentes sin proceso previo, sin defensa ni juicio. Caras que, gracias a la intercesión del pincel, la pintura o el grafito, escapan de la inmediatez y la deshumanización de la red social para convertirse en retratos eternos -condenas eternas-, y en un testimonio pausado de un caos político y social cuyos responsables últimos ocultan su identidad. Los “Retratos del Twitter”, transformados en pintura, desafían a un régimen corrupto. Dialogan con otra serie presente en la exposición: los “Tropical Congress”. No se pueden pintar las caras de los parlamentarios porque no es posible: se mueven, se difuminan, cambian de color como los camaleones. Por eso “Tropical Congress” se erige como la única solución posible: los retratados, los políticos, son una masa homogénea policromática. Devienen paisaje.

El trabajo de Romero es intervenir un paisaje ya intervenido. En esta muestra se incluye un pequeño paisaje salvadoreño. El horizonte cruzado por palmeras como fondo de una mancha azul, un salpicón sangriento que perturba el idílico tropical. En el cuadro, perteneciente a la serie “Tropicalia”, Antonio Romero sigue los preceptos de la “Vista del jardín de la Villa Médici en Roma” (1630), de Velázquez. Lo que hasta entonces era considerado un género menor adquiere autonomía, utilizando los elementos como alegorías (en el caso de Velázquez, el precario andamiaje que es observado por dos figuras), y con un uso del pincel vaporoso, accidental, esencial. Este acrílico sobre tela de Romero no es una panorámica lista para una admiración extática: son señas de una tragedia, indicios del drama de una región soplada, azotada, castigada. Allí donde aparece el azul se intuye una ola monstruosa, donde está el gris, un viento huracanado. Con trazos húmedos, leves pero certeros. La contra-propaganda de la que se vende como “Tropical Surf”.

Fuera de serie

En Madrid se muestran trabajos que se descuelgan de las dos series protagonistas de esta exposición. En “#Artcollector”, que pertenece a la serie “Selfie”, el artista se apropia de una imagen de Instagram y la expropia, roba esa instantánea de la filosofía del “yo estuve aquí” para dominarla en el mundo de la pintura, allí donde los gestos vacíos, el postureo, se trasunta en estudio de época. Símbolo de un periodo es también la pintura dedicada -u homenaje- a una cama, mortaja de los millones de personas fallecidas tras la crisis del COVID. Por último, y como firma, el artista se autorretrata. Como el Velázquez de las Meninas, se incluye en esta representación de representaciones no practicando el típico autorretrato del creador, pincel en mano, sino como un testigo, reflejado en el espejo. Parece decir, simplemente, “soy yo quien ha pintado esto, soy yo quien los designa”, y lo hace desde la memoria (no se basa en una fotografía, sino en su “retrato mental”) y como memoria: de una etapa, de una época. Fijando de esta manera algo que debemos recordar, accionando la función del arte como memoria histórica, tomándole el pulso a un tiempo convulso.

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